Y ahí estábamos nosotros, los hinchas de River de la cuadra, esperando para ver con nuestros propios ojos como los del Beto Alonso y el negro J. J. daban la vuelta dejando atrás el dolor de tanta ausencia de títulos. Entre el petizo Medina, el carnicero del barrio (cuya bella esposa estremecía mis doce años) y mi viejo, armaron el viaje hacia la Capital…
En los recreos, la tapita de Coca alcanzaba dimensiones sorprendentes sustituyendo a la pelota que jamás tuvimos. En el arco de los recreos yo era “Perico”; en esos años, los setenta, Josè Pèrez iba a ser uno de los atajadores de penales que siempre se inventan las crónicas deportivas, sin siquiera considerar que lo que único que impide el paso hacia la red de la pelota, cuando el arquero es el fusilado y el otro el verdugo, es el azar, o la impericia del pateador. Los años de mi infancia, esos donde creí ser un arquero competente tuvieron dos referencias incandescentes, luces en la neblina dominguera. Mi viejo y la banda roja…En el pasillo de mi casa de entonces, apretaba la radio a la oreja cuando la señal se desvanecía, o contra mi pecho cuando River perdía. Allà, en ese tiempo de sumar anhelos, no ganar era costumbre; el millonario transitaba como mendigo por los torneos, huérfano de fútbol, pródigo en tristezas tribuneras.
Mi papà le contaba a quien quisiera escuchar todo lo que habia visto de la Máquina – no de Hacer Pàjaros, (aguante Charlie) sino prestidigitación sobre las canchas argentinas. Lo escuchaba sobre la elegancia de Amadeo Carrizo, la magia del “Feo” Labruna, la inteligente ternura para tratar la pelota de Adolfo Pedernera…Antes, cuando aparecì en su vida, me llamó igual al gigante que se paraba en el círculo central, como el coloso que señalaba el futuro: Nèstor “Pipo” Rossi…
En Boca, la genial insolencia de Osvaldo Potente me descomponía de ira infantil. Yo odiaba al “Patota”, pero seguro no era él, era yo, como en las parejas en desuso…es que ese petizo simbolizaba toda la frustración que a los hinchas de River nos invadía cada año. No lo había vivido, pero la última vez de una vuelta olímpica había sido en 1957. Hasta que el mismo “Feo”, ese que se tapaba la naríz y entraba de puntas de pié, pisando con desdén la cancha xeneise, nos concedió la chance después de esos años pesados como la desventura.
Y ahí estábamos nosotros, los hinchas de River de la cuadra, esperando para ver con nuestros propios ojos como los del Beto Alonso y el negro J. J. daban la vuelta dejando atrás el dolor de tanta ausencia de títulos. Entre el petizo Medina, el carnicero del barrio (cuya bella esposa estremecía mis doce años) y mi viejo, armaron el viaje hacia la Capital. La cosa era aguantarse las 12, 14 o mil horas del viaje, ver a River salir Campeón y volver a nuestra rutina de esa década ya sombría. Algún bolso y hasta por ahí alguno de nosotros estaba arriba de la multicarga Fiat 125 (mis recuerdos son precarios como el equipo del Capitán Beto) cuando explotó en los surtidores y todos los mostradores todos… ¡El Rodrigazo! Ir a Buenos Aires, de golpe, violentamente, pasó a valer lo mismo que viajar a la Luna en el proyectil de Julio Verne.
Pero un par de hinchas menos, no haría la diferencia para El Pato, El Beto, J.J. y el Mostaza Merlo. Esa tarde noche, la de la víspera, nos volvimos caminando como treinta o cuarenta cuadras. Al otro día, River, nuestro amado River se coronaba en cancha de Racing. Mi viejo y yo amábamos a la banda roja. El siguió fiel, creo, aún después que yo migré hacia mi pago chico. Al ritmo de la pelota con la que jugábamos en la “canchita del Atilio”…el de Amuchástegui, Vallejos y Oyola. Pegada al Miguel Sancho. Así como lo hizo ese Racing cordobés de fútbol de autor (pura poesía sobre cualquier cancha), River se me empezaba a hacer recuerdo.
No me volvió a enamorar como en aquel tiempo inaugural de mi vida…sin embargo, debo admitirlo, cuando lo ví ayer salir campeón una vez más, tanta banda roja soltando su alegría, me retraje sobre mi, pensé en lo devoto que fuì, en esas tardes esquivas de triunfos, y en todo lo que significaron esas dos cumbres de mi niñez, mi papà y el club del “grato nombre”. Es que no hay con qué darle: uno es también sus recuerdos; pero más aún, es parte de lo que decide recordar…y River Plate, por ahí como mi viejo, sigue siendo el más grande.

Maravilloso!