La política como tema recurrente, ante la pesada carga del fracaso

Un tiempo furibundo parece haberse apoderado de nosotros. Salimos a cruzar al otro – otros – por  cuestiones que no merecen, ya no atención, sino tan solo el gesto de detenerse a escuchar o leer. Un partido de fútbol, un pensamiento, una película, da lo mismo: de todo se habla con la violencia propia de los pueblos hostigados; excitados por inenarrables derrotas. Frustración es lo que nos sube por la garganta y aparece en la boca cañon ya convertida en metralla.

Hablar todo el tiempo de política, en todos los espacios – afilado el puñal en la rugosa piedra de la arrogancia intelectual, o en la mentida verdad de los medios – habla de lo mal que estamos, no de prosperidad. Y los años se acumulan sin ver otra cosa que un despliegue discursivo, procurando razones aplastantes cuando apenas se trata de especulaciones desesperadas. Hablamos todo el día de política, como si discutir sobre el curso de los negocios públicos torciera o confirmara el rumbo impreso por los dirigentes. Sabe a decepción, profunda, abisal.

Así, ¿Dónde habría que poner el empuje germinal de una sociedad que, obstinada, anhela construir aunque más no sea los cimientos de generaciones futuras? ¿Dónde la forja de los productos culturales, aquellos con los cuales un pueblo comienza a ser verdaderamente libre? ¿Dónde quedan las chances de pensar un destino colectivo que haga fuego sobre los traidores, no sobre los disidentes?… Aún no hemos liberado del hambre a millones, me dirán, ¿cómo pretender cancelar el debate político?. Eso, acuerdo: no hay que cancelar el debate político, sino procurar marchar hacia un presente donde otras perspectivas nos conduzcan al futuro. El cronista no puede dejar de ver en el hablar todo el tiempo de política una pesada carga para generaciones que heredan, como destino natural, pensar en la Argentina de los próximos 50 años.

Para respaldar lo que digo con respecto a esa praxis perdurable de discutir Todo en términos ideológicos – yo simplifico enroscando aún peor la cosa: digo, hablar de política-  busco palabras de Emilio Renzi, el alter ego literario del notable Ricardo Piglia (Los diarios… Tomo II): “me voy (de la reunión) todos hablan de política hoy, todo el tiempo”. Dice algo así, no estoy autorizado a encomillarlo como textual, pero, ya ven…Y nos separan de esa escena 60 años. Seguimos hablando de política todo el tiempo, como si eso nos hubiera permitido sacar la cabeza del balde de mierda.

¿Cómo puede un pueblo ser felíz hablando todo el día de política?, con sus resortes, claro: rosca, tramas, perspectivas, precios, tarifas, combustible, desesperanza, épica, traiciones, el mañana como hoja de ruta endemoniada…En los setenta se empezaba a encender el fuego en donde, ya sin democracia, nos asamos en el caldero del sometimiento; y la pobreza. Después el holocausto conocido; luego, la democracia; y esta amargura pesada que nos lleva a discutir de política hasta en la soledad de la ducha…

“La participación de los asalariados alcanzó su máximo histórico hacia el año 1954 y, luego de descender, volvió a alcanzar niveles similares en 1974. Desde entonces, la tendencia ha sido –con grandes oscilaciones– decreciente, con niveles muy bajos durante la última dictadura militar, así como durante la crisis hiperinflacionaria de la década de 1980. Si bien los años noventa representan una recuperación relativa respecto de la década anterior, tras los primeros años del decenio la proporción del producto en manos de los asalariados volvió a descender sostenidamente”, explicaba poco tiempo atrás un informe de CTA CIFRA, coordinado por Eduardo Basualdo. Nuestro hoy es desolador, ahoga hasta la esperanza más rocosa. Por eso seguimos pensando. Críticamente.

Estamos a punto de caer otra vez en las garras de la expresión más sórdida del conservadurismo, luego del fracaso económico social y político del instrumento creado por CFK. ¿Entonces, qué haremos?… Si politizar cada baldosa de la interrelación social no logró nada, en términos venturosos, ¿no habrá llegado la hora del compromiso fáctico, concreto, el que nos infunde certezas, aún vacilando?…Un pié y después el otro, donde sea: las asambleas de barrio, el centro vecinal, el sindicato, el club, la unidad básica, las muchas orgas que ennoblecen y organizan la tarea colectiva; también, exigiendo en serio, hacer transpirar a los representantes, no apenas protestar en redes sociales porque año tras año ponen distancia con los representados.

¿seguiremos discutiendo rabiosamente, echando fuego por la boca, con el otro como enemigo, cuando los menos – privilegiados – sean todavía menos, y los más – desarrapados- no dejen de crecer?…

Cierro esta columna en beneficio de mis contradicciones, que quizás disfrazo de apelación: ”Negar el carácter ineliminable del antagonismo y proponerse la obtención de un consenso universal racional tal es la auténtica amenaza para la democracia”. Dice así, Chantal Mouffe, intelectual que desde su “El retorno de la política” fogoneara la vocación hegemónica de CFK.

De antagonismos está hecha la escritura argentina, no es pese a lo cual hay que pensar en construir políticamente, sino justamente por lo que hay que hacerlo. Pero no dejo de pensar en que la política como tema universal en boca de los argentinos, no hace más que subrayar nuestro fracaso como sociedad.

Malvinas 40 años, a la memoria de los caídos

Tan afectos a caracterizar como héroes a quienes, por circunstancias casi siempre ajenas a su voluntad, son víctimas con mayúsculas, los argentinos estamos a horas de evocar la recuperación de Malvinas como se hubiera tratado de un hecho político convertido en memoria por obra de un gobierno del pueblo; y no obra de la más atroz de las cinco dictaduras precedentes.

Los soldados “in” voluntarios, jovencitos, muchos de los cuales ni siquiera eran admitidos en los cines de la época por su facha de niños, se encontraron bajo fuego en una guerra cuya viga madre fuera el propósito de perpetuarse en el poder y seguir privando de las urnas al pueblo argentino. Huelgas obreras, desindustrialización consumada, deuda externa multiplicada por seis, la vida de miles convertida en un tormento inagotable en el inframundo de la clandestinidad, quiebre en el frente interno. Impugnados. Con sangre de compatriotas ahogando sus prontuarios, la dictadura se aferró a la aventura de Malvinas.

Razones históricas, geográficas, políticas y jurídicas le daban la razón a nuestro país en sus reclamos sin desmayos por la soberanía sobre Malvinas. Pero la nación misma era cautiva de un ejército enemigo. La Constitución, que nos habían hurtado como delincuentes que fueron, dice en su artículo 75, inciso 25, que al Congreso corresponde autorizar al Poder Ejecutivo a declarar la guerra. Y que solo a los diputados les corresponde la decisión de reclutar tropas: solo el pueblo tiene el derecho de enviar a morir al pueblo. Alucinados y crueles, enviaron a morir a quienes debían proteger, sin que nadie pudiese eludir la orden ilegítima.

En diciembre de 1982, la rendición llevó a la propia dictadura a examinar lo ocurrido. Un año más tarde, el informe Rattenbach será lapidario: los jefes militares, usurpadores del poder, perpetradores de una masacre contra su propio pueblo en beneficio de intereses particulares, dentro y fuera del país, habían ocupado las Malvinas especulando con una victoria, la que capitalizarían para mantenerse en el poder. En el mismo escrutinio volcado en 17 volúmenes, se dirá que torturaron a los soldados argentinos, repitiendo el accionar que, en el continente y desde marzo de 1976, llevaron a cabo con disidentes, obreros, estudiantes, mujeres embarazadas y homosexuales.

Uno de los trabajos de investigación más notables de la historia nacional, se mantuvo oculto 30 años. En 2012 la presidenta Cristina Fernández desclasificó la reveladora “enciclopedia”. Adquirió volumen político por un corto tiempo. Y de nuevo se hundió en el mayor desinterés.

Los caídos en Malvinas y quienes volvieron de las islas fueron y serán orgullo nacional, generación tras generación.  Por haberse batido sin considerar por un instante lo que se había pergeñado a sus espaldas, a espaldas del pueblo. Por batallar apretando el miedo en cada pliegue del cuerpo, sin consignar en sus ojos otra cosa que la imágen del suelo patrio soberano.

Aquella última batalla de la segunda guerra mundial que se escenificara  en el Atlántico Sur, esculpe en la memoria la sentencia ya patrimonio del dolor colectivo: Nunca Más.

Cultura popular: a otros con la torpeza…

El clima es opresivo en ese vestuario mal dispuesto donde un púgil, muy técnico – casi un esgrimista – se prepara para perder ante un hombre más fuerte y joven, mientras espera una palabra de estímulo que lo oriente en la tormenta que se avecina. Su preparador, toalla al hombro y mirada melancólica, lo mira sin condescendencia; lo mira con el respeto final que merece aquel que se hundirá para siempre. Es ahí, en esa pausa inquietante, donde el boxeador escucha el fugaz alegato que perfumará de dignidad su gesto deportivo: “Hagámoslo por la belleza”… El cronista ni siquiera recuerda el título de la película dirigida por el notable John Cassavetes (naturalmente también ocupando como actor el rol del manager); lo importante no es eso, sino que el film aloja la certeza de que aún un deporte violento como el boxeo está habitado por la belleza cuando se lo ejercita con habilidad y dominio de sus secretos. A otros con la torpeza…

La cita sirve como preludio de una cuestión que se volvió central en tiempos donde el mercado marca límites al gozante, adecuando sus anhelos al rédito que de todas las cosas se espera. La mercantilización de los bienes culturales, en el caso que nos ocupa. Asistimos a la supresión de la belleza en la música popular argentina que nos ofrecen empresarios del espectáculo y medios masivos de comunicación. Belleza que sustituyeron por artefactos de conmoción sonora; como si la música y la poesía popular no se mereciera el reconocimiento prodigado en los trabajos de Jaime Dávalos, Atahualpa Yupanqui, Polo Jiménez, Félix Dardo Palorma, el barba Castilla, el cuchi; por mencionar a un montoncito de creadores, de antes y ahora;  y cayendo sin remedio en la injusticia para con los tantos no mencionados.

Consignando los años noventa como aquellos que marcaron a fuego también la autonomía en territorio cultural, el arte sigue dominado por los resultados que desde entonces se exigen; extremando la plusvalía, lo que se espera de cualquier mercancía; la belleza dejó sus costas y sigue a la deriva; tal vez con el mismo gesto trémulo de quienes son sus aliados. El arte (¿el artista?) parece haber perdido su aptitud insubordinada, para pasar a engordar el espacio de los “adaptados”. Entonces si hay que gritar, se grita; si hay que atropellar los silencios y desollarlos, pues se lo hace. Todo parece reducirse a un gesto atlético destinado a conseguir rápida adhesión. Y mucho dinero. Si hay que imprimir a la narrativa escénica conceptos tales como “chaca-teto” y “chaca-cumbia”, se imprime, sin reparo ninguno. Se busca – naturalmente – el aplauso fácil, casi un ejercicio práctico; sin lugar a la segunda observación, la que permitiría penetrar hacia capas más profundas de la propuesta.

En una instancia muy marginal, respecto de los grandes espacios ocupados por los productos comercializables – territorios a la intemperie -, otros músicos se debaten con la necesidades de ser escuchados. Tocan donde se abra una chance. Entonces, en esa circunstancia asoma otra pieza digna de ser diseccionada: la propina musical, la recaudación que se conoce como “gorra”. O sea, cuando es el público el que impone un criterio estético (o apenas económico) para decidir cuánto vale el trabajo del músico/a. Lo curioso es que este modo de trabajar se verifica en lugares donde lo único cierto son los precios de los productos que se consumen. Exacto, en bares. ¿Alguien imagina el absurdo de comerse media docena de empanadas, regadas con un salteño como el de la zamba de Dino Salussi (“Carta a Perdigero”), y después pagarle al mozo de acuerdo a si le gustó o no la oferta gastronómica?… ¿Por qué trabajadores del arte como somos los músicos debemos someternos a tal indignidad?…¿Será que, aún disfrutando de la oferta artística, estamos preñados de prejuicios sobre su verdadero valor, en el “mercado de bienes y servicios”? Un gestor del automotor tiene tarifas por sus servicios, lo cual está consagradamente bien (cualquier oficio o profesión daría igual); ¿pero no le aceptamos a un músico que nos diga cuanto vale su arte? ¿En qué lugar de la disputa por los sentidos eso está bien?…

El experto en cuestiones de cultura, antropólogo y escritor,  Néstor García Canclini, dirá: “Hay experiencia estética cuando se nos dice un mensaje de un modo diferente a la publicidad o al discurso político, moral o religioso“ No hay allí una solución, sino algo irresuelto, insumo para una experiencia de un carácter distinto. ¿Qué podría ser más excitante?… Nos han acostumbrado a la brutalidad, debemos abolirla; en ello empeñar cada instante sobre cualquier escenario. Se necesita un discurso musical desenfrenado porque la pausa invita a pensar. Y a nadie le conviene semejante atrevimiento cuando los negocios están en juego.

Para cerrar esto que no pretendo sea letanía, cedo la palabra a aquel hombre cuyo nombre se evoca al pisar el escenario mayor del folclore argentino; en “El canto del viento”, dice Atahualpa Yupanqui: “En el canto popular el hombre habla con el lenguaje de su territorio. En el se expresa el monte florido, el río ancho, el abismo y la llanura (…) la música, la pura melodía, traduce el pago, la región. El hombre canta lo que la tierra le dicta”. La tierra nos dicta sin levantar la voz, para que el mensaje se nos detenga en la memoria. El grito nunca será un aliado para traducir su lenguaje. Cancelar el desdén a quienes, en tanto músicos populares argentinos, traducen ese discurso sin sobreactuaciones, es una tarea pendiente. Antes que la belleza decida abandonarnos a nuestra suerte. Maestro Casssavetes, lo hacemos por la belleza, créame… pero sin reflexión colectiva que impregne conciencia, nos seguirán tirando la toalla sin remedio.

 

Calor…

“Plantada la piedra en su peso, plantada la planta en sus raíces. Tenacidad del acto de permanecer. Pensamiento de afinca miento. Ya mucho me duele cada uno de esos árboles gigantes que debo mandar derribar para cambiarlos por pólvora, por municiones, por armas. Cada hachazo cae en mi tronco; su grito grita en mí su queja de desarraigo y muerte. Las jangadas bajan flotando por los ríos acollarando millares de palos. ¡Vamos!, le digo. ¡No se hagan los zonzos! Es preciso que se caigan para que la Patria se levante; es preciso que se vayan río abajo para que la Patria se quede y remonte” (1)

Córdoba es el saqueo del monte en clave de negocios. Se dijo mil veces. Mil veces nutrió la burla de quienes hacen negocio tan macabro. El monte ya no es. Lo que es calor es falta de verde. El verde que, en papel moneda de Estados Unidos, saquea el descanso de los sojeros. Sojeros que trocan ganado por agronegocios, vaciando de árboles allí donde se levanten como obstáculos, y después se preguntan ¿de dónde tanto calor? La depredadora marcha de quienes siembran la muerte del futuro no se detiene porque hoy nos ahoguen 42° de calor. Al Este de Córdoba el sol derrite el asfalto; al norte sofoca a poblaciones sin otro recurso que la “resignación”; no es Diosito, no es Mandinga; es la antropofagia de una clase de sujetos, que al amparo y complicidad de la dirigencia política, nos dejó desnudos para que sus hijos puedan subir sin tropiezos en la escala social, y reposar sobre herencias futuras. En una tierra que arde, todos los días más intensamente.

Un país que no puede soltar amarras hacia el desarrollo se vuelve primario una y otra vez: “La existencia de la producción primaria de la cual depende la economía argentina está ligada, a su vez, a la deforestación. Y es esta actividad una de las que más contribuye a su vez a la emisión de los gases de efecto invernadero a nivel global” (2)
El calor no es creación divina, es hijo legítimo de un sistema cruel que valora, aplaude y estimula el saqueo de los recursos naturales; no para vencer en el litigio por la emancipación, como lo plantea arriba el Supremo José Gaspar Rodriguez de Francia…sino para ser cada día más vulnerables a los designios de quienes medran con el sufrimiento ajeno.

Ref:
(1) “Yo el Supremo”, Augusto Roa Bastos / pág. 392
(2) “No es calor, es desmonte” Página 12

Lavoratorios y vacunas, la memoria sigue ardiendo

Somos un país dependiente. Que se retuerce sobre sus propios despojos cada cierto corto tiempo; no logramos ni con ocho años de crecimiento cavar los cimientos del desarrollo. Hoy un breve pero intenso sector de la sociedad plantea entrar en batalla con quienes producen y distribuyen las vacunas contra esta peste cruel del coronavirus. Si refriego un poco mejor mis ideas, no le confiero ni siquiera esa vocación. Apenas tocan timbres virtuales, al azar, y corren. Sigue leyendo